16 Nov
16Nov

Tras la invasión soviética de Afganistán la comunidad internacional y especialmente los Estados Unidos tomaron medidas muy limitadas: embargo de cereales, boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú y condena de las Naciones Unidas. La Unión Soviética ignoró la desaprobación internacional y se preocupó de consolidar su posición en el país. Mientras tanto la rebelión se transformó en una revolución nacional contra el gobierno cliente de Karmal y su mentor soviético. La lucha fue creciendo en extensión e intensidad. En la primavera de 1980 las tropas soviéticas se elevaban a más de 100.000 efectivos; a lo largo de la guerra llegaron hasta los 125.000. 

En un principio, el 40 Ejército, así es como se denominó a las fuerzas militares soviéticas al mando del Mariscal Sokolov, dominaban sólo las principales ciudades y vías de comunicación. Los mujahidin, la resistencia afgana, practicaban la guerra de guerrillas y atacaban desde las montañas. Los soviéticos, para reducir la presión sobre las ciudades y vías de comunicación, respondían con ofensivas convencionales a lo largo de los valles. Los rebeldes afganos consiguieron en ocasiones ganar el control de Herat, Kandahar y otras ciudades, especialmente de noche. En agosto de 1980, el ejército soviético lanzó la primera ofensiva a gran escala a lo largo del valle de Panshir persiguiendo al escurridizo líder tayiko Ahmed Shah Massoud que llegó a ser el más notable de todos los generales afganos. Una vez que la fuerza soviética se retiró, los mujahidin volvieron a tomar el control del valle. En la región de Herat adquirió relevancia, como líder de la resistencia Ismail Khan de origen mixto tayiko-pashtún y entre los pashtunes el más notable fue Mawlawi Jalaludin Haqqani. 




Poco a poco las fuerzas soviéticas –el Ejército afgano leal al gobierno jugó solo un papel secundario– fueron consolidando sus posiciones en las llanuras del norte fronterizas con la Unión Soviética, en las ciudades y a lo largo de las carreteras que a modo de gran anillo unen los centros urbanos más importantes. Con solo un 20% del país bajo su dominio, ninguna de las 29 provincias afganas permaneció leal al gobierno de Kabul. 

Las fuerzas iniciales que Moscú había enviado a Afganistán, una combinación de unidades aerotransportadas y motorizadas, no eran las más adecuadas para aquella guerra. Ni el alto mando esperaba encontrar la enconada resistencia que allí se desarrolló, ni las fuerzas armadas soviéticas disponían de una doctrina de contra insurgencia apropiada. La falta de un adecuado desarrollo doctrinal en este campo se debió fundamentalmente a que el Ejército soviético estaba focalizado para otro tipo de escenarios propios de la guerra fría: tanto la guerra nuclear como la lucha entre enormes formaciones convencionales. También influyó la dificultad del pensamiento marxista para interpretar una situación con categorías que no fueran las identidades de clase. Hubo que esperar hasta 1983 para que las unidades del 40 Ejército desarrollaran una doctrina adecuada a aquellas circunstancias. Ésta se caracterizaba por la descentralización del mando y tácticas no lineales basadas en operaciones independientes desarrolladas a nivel de brigada y batallón. 

A lo largo de toda la segunda fase, la resistencia afgana estaba políticamente dividida y era militarmente débil, limitándose a las tácticas de guerrilla con armamento ligero. La fuerza soviética, absolutamente superior en medios y capacidad de combate, al no poder distinguir a los mujahidin de la población no combatiente, arrasó numerosos poblados y produjo enormes matanzas entre la población civil, produciendo un éxodo masivo de refugiados: en 1983 ya eran tres millones los que había en Pakistán y probablemente otro millón y medio en Irán. 

No obstante las limitaciones de orden militar que tenía el 40 Ejército, había un problema de naturaleza estratégica más difícil de resolver. Con la intervención, la Unión Soviética pretendía reforzar al gobierno afgano, mientras que las operaciones militares soviéticas, debido al enorme daño a la población, desacreditaban a dicho gobierno frente a su pueblo. De ese modo los éxitos militares difícilmente podían contribuir al objetivo estratégico. 

Con su cuartel general en Peshawar, Pakistán, se fue gestando una oposición política afgana que se vio reforzada con el flujo de refugiados. El apoyo occidental se fue desarrollando lentamente y la CIA norteamericana sólo empezó a enviar cargamentos de armas cuando se puso en evidencia que los soviéticos no eran capaces de hacerse con el control del país. El Servicio de Inteligencia paquistaní se encargó de gestionar la ayuda exterior y entrenar a los mujahidin. Arabia Saudí y otros países árabes contribuyeron con importantes aportaciones económicas a la causa afgana. La guerra atrajo también a innumerables voluntarios de los países musulmanes que venían a luchar junto a sus hermanos de religión. De ese modo la lucha adquirió pronto perfiles de guerra santa para una parte de la gran comunidad islámica. 

Bajo presión de Pakistán las precarias organizaciones de los refugiados y la resistencia se organizaron en siete partidos sunís en el exilio. Los más importantes fueron: la sociedad islámica (Jamiat-i-Islami) liderado por Burhanudin Rabbani, más moderado y con base en la minorías étnicas de afganas y el partido islámico (Hezb-i-Islami), de corte fundamentalista y mayoritariamente pastún, liderado por Gulbudin Hekmatyar. Este último partido fue el que recibió, hasta el auge talibán en 1994, la mayor parte del apoyo paquistaní. No obstante, Pakistán fomentó el fraccionamiento de la oposición afgana para tener un mayor control sobre ella. Irán también impulsó la formación de una serie de partidos chiítas de menor influencia.

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